La conciencia llega primero. Luego el ruido siniestro que mi subconsciente, sin quererlo, anhela escuchar para después rechazar con todas sus fuerzas.
Y cuando el consciente sucumbe a esos “cinco minutos más”, tan necesarios y tan tramposos, se enciende el televisor en el canal del noticiero que me trae a fuerza de curiosidad a la vida consciente.
Cuando la resignación esta firme solo queda dar el salto y salir de la cama.
Llegar al baño es automático, como lavarse la cara y los dientes; como mirar en el espejo a esa extraña con cara de pocos amigos que me mira preguntándome “¿qué miras?”.
Como hormiga segura de su destino llego a la cocina, caliento agua para un té y tuesto dos rodajas de pan.
Lo importante es el desayuno, “hay que desayunar”, “no se puede salir sin desayunar” todas esas voces que me recuerdan desde siempre que hay cosas que son importantes.
Llega el momento de vestirse, ¿la primera decisión del día? Y esa pregunta tan odiada “¿qué me pongo?” La sugerencia que tira la chica del pronóstico del tiempo no sirve para nada. Hay que pensar, hay que decidir.
Tarde. Ya es tarde y aún no salí. Debería moverme más rápido pero no. Todos los días llego al mismo lugar, casi a la misma hora, rutina, de nada sirve correr.
Salgo a la calle y miro el cielo.
Algunos días completamente despejado, celeste como el azul del cielo “¡qué lindo!”, otros días medio nublado, con manchas blancas sobre lienzo azulado o manchas celestes sobre papel agrisado; otros días con lluvia, suave, fuerte, liviana, pesada como su compañera la humedad.
Ese camino que te lleva hacia el túnel subterráneo, que promete llevarte rápido y bien a cualquier lado. Promesas vacías, rápido ni tanto y bien ni ahí.
El túnel que encierra el calor que no puede escapar y en protesta eterna tortura a los viajeros que son muchos. Demasiados.
El dragón de hielo se aproxima al andén para recibir a los viajeros, muchos de los cuales no pueden subir, solo unos pocos tienen el privilegio de ceñirse contra otros seres humanos que están conectados a sus celulares.
El cuerpo ya lo sabe, no necesita mirar. Se abre la puerta y se desciende del dragón, si es un buen día no habrá luchas de espadas entre viajeros; palabras que viajan a gran velocidad en busca de un blanco dispuesto a recibir el golpe. Con suerte y no habrá empujones, ni duelos de duelos de honor, ni discursos que tratan de justificar lo injustificable y que por alguna razón llevan la culpa al gobernante de turno. Los viajeros están cansados y todavía no inicia el día, pero ya no tienen paciencia ni tolerancia.
Salir del túnel hacia el aire fresco, hacia la luz. Seguir el camino que nos lleva a esperar al ciempiés, el colectivo. Levantar la vista y vero el avión que levanta vuelo como águila en busca de altura, “¿a dónde irá?¡qué afortunados los viajeros que pueden ver el cielo desde arriba!”
El ciempiés sigue su camino, no se desvía. No hace falta prestar atención, el cuerpo sabe cuándo es el momento de bajar.
Rutina que se repite cinco días a la semana, en miles de casa, en cientos de viajes diarios. Solo se puede escapar de ella dos semanas al año, con suerte tres. Volver a ella es tan fácil, rutina.
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Este escrito pertenece al desafío de 30 días de escritura que propuso Maitena Caiman en el grupo de Facebook: Hogar de escritura.
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